Esta mañana nublada de primavera nos acercamos hasta Tívoli, a unos 30 kilómetros de Roma, para visitar un par de villas romanas. Empezamos por Villa Adriana, que está un poco antes de llegar a la ciudad y que fue una villa diseñada en el S.II por el emperador Adriano que, como nos pasa a muchos, estaba un poco harto de vivir en el centro de una ciudad como Roma y se construyó en la parcelita de 120 Has, unos 30 edificios, para vivir bien acompañado y bien cuidado, pero sin agobios. El complejo está construido a los pies de los Montes Tiburtinos y en el cruce de cuatro fuentes, así que imaginaos, fresquito en verano, posibilidad de construir termas, además del palacio, los jardines, las fuentes, los templos, la biblioteca, la casita de los huéspedes, la del servicio, la piscifactoría, el teatro, el gimnasio… vamos lo que viene siendo lo normal. Y todo claro decorado con mármoles, granitos, mosaicos, estatuas, oros y demás zarandajas. Hoy en día se conserva muy poco de todo aquello – pues durante la decadencia del Imperio romano, la villa quedó en desuso y sufrió un expolio total – pero paseando por allí, aún puede sentirse lo que debió ser todo aquello, sobre todo cuando uno llega a la zona del Canopo, que es la parte mejor conservada. ¡¡Es impresionante!!
Después de comer (otro día os hablo del buen yantar) fuimos hasta Villa d’Este. Aún hay una tercera villa en Tívoli, Villa Gregoriana, pero hoy nos pilló el reloj y la lluvia y la dejamos pendiente para mejor ocasión. En cuanto a Villa d’Este es un concepto totalmente diferente al anterior, pero no por ello menos espectacular. Se trata de un palacio que mandó construir en el S.XVI, sobre un antiguo monasterio, el gobernador de Tívoli – nieto del Papa español Alejandro VI (un Borgia, para los no iniciados). Pero el palacio, pese a sus frescos, no llama tanto la atención como sus jardines, que están en diferentes alturas y se unen entre sí por escaleras y por el agua de sus impresionantes fuentes, una de ellas esconde incluso un órgano que suena – a las y media – por la presión del agua. Aún con la mandíbula desencajada por la sorpresa y el asombro ante tanta inesperada belleza hemos hecho el camino que en poco más de media hora nos ha traído de vuelta a Roma.