Ayer, nos sentimos inspirados después de cenar en el Vaticano una ensalada Francesco (aunque, ahora que lo pienso, puede que en realidad el nombre no se debiera al Papa, sino al cocinero) y decidimos irnos a pasar el sábado a Castel Gandolfo.

Lástima que carezca casi por completo de conocimientos sobre términos religiosos en general y de la Curia romana en particular, porque sino esto me iba a quedar mejor que una crónica de Paloma Gómez Borrero.
Castelgandolfo en realidad está a sólo 25 kilómetros de Roma, a 40 minutos en tren, 4,20€ i/v (la mitad si no pagas la vuelta, porque no hay taquilla, ni máquina expendedora en la estación y no pasa ningún revisor durante el trayecto…¡¡¡mamá, de verdad que no estamos llevando a los niños por el camino de la corrupción y del delito!!!).
El lugar es precioso y hay agradables zonas de baño (me remito a las fotos), pero desgraciadamente, el tener (por ahora) un solo ordenador, y ser tan torpe con la tablet, hace que no pueda entretenerme mucho más contando los pormenores: el tren del SXXI (perdón, que aún no domino el “romano”, quise decir SXIX), las indicaciones que nos hicieron ir cuesta arriba hasta el pueblo y, a renglón seguido, cuesta abajo hacia el lago (esta vez en coche gracias a una pareja mayor que se apiadó de nosotros, porque el trayecto no era precisamente leve y el sol de justicia tampoco), cómo y por qué nos colamos en el metro primero y en el tren después (de verdad, no hace falta que nadie llame a los servicios sociales, creo que ya están enterados) y, sobre todo, la descripción del paisaje, la mezcla de colores y sensaciones, que yo con mis fotos no llego a transmitir…
¡¡En todo caso, otro sábado relajante y fantástico!!.
