A ver, vale, hay días en que uno se levanta cruzado y encima si todo se va encadenando mal, pues se cruza aún más y termina viendo el vaso derramado, ni siquiera medio vacío. Es probable que hoy haya tenido uno de esos días, con lo cual, advierto que las opiniones que voy a verter aquí sobre Capri es posible que no tengan más fundamento que mi mal humor. Quizá.

He sido “coaccionada” para venir a Capri. Sí, pero no por maridísimo, ni por los genitori, ni mucho menos por la rubia o el ojazos. Me dejé llevar, este verano, por un redactor del Viajero de El País. El mismo que escribió cosas tan maravillosas de esta isla que no pude por menos que dejarme embaucar por sus palabras y volar, ya en sueños, hasta aquí. Y no, no estoy decepcionada, porque lo que el periodista contaba es cierto, la isla es preciosa, y sin embargo no creo que vuelva. Pero por culpa de los seres humanos, que somos los que la hacemos difícil de disfrutar.

Y es que, ya nada más bajar del barco, te sientes como una merina más, entre las hordas de turistas que van a pasar unas horas en la isla. Después, en la oficina de turismo te tiran el mapa a la cara, un policía municipal te insulta porque te equivocas de calle (ni se os ocurra pasar el coche), el del parking te trata de timar, al comer te cobran un 20% de servicio…Y es que los capreses no nos necesitan. Y Capri mucho menos. Gente que sube, que mira, fotografía, consume, baja y se va. Y mañana vendrán otros. Eso es todo. Y así nos tratan. Como a uno de esos limones con los que hacen limoncello: nos estrujan tratando de sacarnos toda la pulpa.
En cambio, las callejuelas estrechas que se entrecruzan formando un laberinto misterioso, Capri, Anacapri, los senderos que conducen entre el verde hasta el mar, las rocas dibujando formas maravillosas, las puestas de sol perdiéndose sobre el mar…¡¡todo eso es espectacular en Capri!!.
